Cuando en la vida nos quedan huérfanas
las palabras, perdiendo las llaves que nos transportan durante todo el tiempo.
Crecemos olvidándonos de nuestra
niñez, dejando atrás las complicidades que contienen la sonrisa de un niño, la espontaneidad,
la simplicidad de los valores que nos hacían sonrojar.
Paso a paso he aprendido a
valorar todos esos gestos que han dado tanta vida, valorar las agujas del
reloj, parando las gotas de la lluvia sin dejar marchar ningunos de los acontecimientos,
buenos y malos.
De los malos aprendes a
valorarte, a encauzar tus errores, porque no somos perfectos y todos nos equivocamos
para aprender en la vida, que nos propone muchas opciones durante nuestra
estancia en ella.
No importa lo que tengas, sino lo
que dejas, lo que inculcas, la esperanza de que alguien siga esos pasos que tu
comenzaste.
A veces necesitamos gritar,
viendo caer los años, como las hojas secas del otoño, dejando el aliento detrás
del horizonte de nuestras metas.
La soledad, la inspiración, la
locura de volverse niño de vez en cuando, aprovechando los malos momentos para
reflejar la sinceridad.
El camino de dibujar un sueño, siempre
contemplando la realidad, la valoración de los demás, aportando y compartiendo.
Nadie es mejor que nadie, todos
formamos una parte de la vida, algunos con más énfasis que otros, la angustia
existe, la envidia, la intolerancia, en fin miles de palabras que quizás el día
menos pensado echaremos la vista atrás, viéndonos reflejados en ese espejo, y
ver lo que somos y si nos gusta.
La esperanza no se pierde nunca,
esperaremos el bostezo de un suspiro para no callarnos, no decir adiós jamás,
ni excusas irremediables.
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